La luz estaba tenue, era tan delicada que no llegaba a tocar los rincones de la casa. El resplandor solo se esparcía por la cara de mi abuela como un velo amarillo, tratando de envolver a una virgen que nunca fue. La vieja se acostó en una hamaca ,de pitas más viejas que ella y yo corrí a su costado. Hieráticos, estirados entre correas de algodón y poliéster. Así, hacíamos lo único que sabíamos hacer: platicar. Esperando a que pasara el tiempo entre silencios. O tomándonos de las manos y haciéndonos promesas machistas.
Mi abuela se llamaba Argentina y , aún así, nunca conoció esa patria.
Ese día nos mecíamos en su hamaca y yo gritaba a la par de ella. Yo era un niño, disfrutaba de las cosas simples. Disfrutaba de verle las manos y los pies a las personas. Era un fetichista. Un desnutrido que le gustaba observar.
Mientras nos mecíamos, miraba sus pies que casi tocaban una lámpara formada por viejas ramas de ocote. Un árbol que trató de ser un intento de civilización. Iluminando las puntas de sus ramas, para no dejarnos hundidos en la oscuridad. Por momentos, eramos estelas de luces que nos observábamos entre sí. Hasta descubrir sus 24 dedos.
Ella tenía seis dedos en cada pie, totalmente formados. Lo mismo pasaba con sus manos. Era algo contrario a lo aprendido como natural. Era algo preocupante. Solo podía resumirse en la única herencia que nos dejaría: su genética.
Yo la observaba desde sus pies hasta su ombligo. Sus manos estaban enrolladas como culebras en apareo. Avergonzada de tener 24 dedos en total. Ella con una pena vieja; yo con un miedo incipiente.
Me escondí debajo de otra hamaca que estaba detrás de ella. Así yo podría observarla y ella no. Miraba por detrás de los hoyos que se formaban al estirar la hamaca, enfocando su cuerpo al fondo. Pensando en sí me haría daño por ser diferente. Por tener 24 dedos y mirarse tan pálida.
Así que tras los colores de la hamaca ,que parecía una guacamaya, decidí tomar valor y preguntarle a mi abuela desde cuando se le ocurrió tener 24 dedos. Era una pregunta válida, porque desde que la conocí nunca los tuvo.
Me acerqué de forma sigilosa y le toqué la espalda. Le pregunté: ¿ Desde cuándo tienes 24 dedos? Desde que la muerte llega a tu casa y tu cuerpo se convierte en polvo. Desde que la muerte llega a tu casa y la fantasía sale con ella. Desde que la muerte llega a tu casa y la curiosidad entra en ella, contestó mi abuelita. Mientras el panorama se desvanecía en un desenfoque lento que iniciaba desde las orillas y terminaba en el centro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario